Era esa hora en la que el cielo terminaba de exhibir los colores turquesas que caracterizan las tardes de esta ciudad, la que tanto amaste y la que aquellos cristianos de la sin razón te arrebataron. De entre las estrechas calles, con la última luz del día y entre los pensamientos del espíritu, se abrió la plaza rodeada de sus viejos tilos, desnudos por el invierno, sus oscuras cortezas aún más por el agua de la lluvia, sus ramas extendidas queriendo presentarse a los balcones de las viviendas cercanas, entre luces y sombras, con algunos faroles ya encendidos, con los luminosos de los negocios a medio gas, el casi estruendoso piar de los cientos de pájaros que se agolpan al abrigo de sus brazos, asomándose también a las ventanas, la magia en esos instantes comenzó a brotar, los tilos se movían con sus ramas cargadas de pájaros, los mecían y los cobijaban para pasar la noche que se iba acercando. Con sus enormes brazos de gigantes, negruzcos, salpicados de gorriones, los llevaban a beber agua a la fuente donde reina Neptuno, en medio de la plaza, allí salpicaban a las sibilas y a los otros gigantes que por debajo lo sostienen dando aletazos. Mientras tanto el pensamiento se detuvo, las gentes circulaban bajo sus ramas de un lado para otro, unos salen y otros entran en la cafetería, en los negocios que la rodean, totalmente ajenos, nadie se percataba de la presencia de aquellos gigantes vestidos de invierno que albergaban tanta vida entre sus ramas, en sus raíces, en su tronco, nadie se daba cuenta de aquello que estaba sucediendo, de ese instante que pasaba efímeramente envuelto de los olores de las flores que desprenden los kioscos. En un momento pensé que era yo quién estaba distraído, pero descubrí que no era así, que nadie ponía atención a lo que sucedía en la plaza, porque cada cual marchaba inmerso en sus pensamientos y ajenos a aquel concierto.